10 de julio de 2012

La Adúltera


Desatado por la adrenalina, aún convaleciente por el esfuerzo de pelvis y glúteos, Juan se ajustaba los pantalones con una torpeza inusual en él. Tras diez años ejerciendo el noble oficio de vendedor de enciclopedias a domicilio, por fin había logrado experimentar en primera persona la fantasía por excelencia de todo buen profesional del sector. No sólo los vendedores, sino también los butaneros, los repartidores, los revisores del agua, los electricistas, los fontaneros, los instaladores de aire acondicionado, los mecánicos de televisores y hasta los testigos de Jehová han soñado alguna vez con quedar atrapados bajo las sabanas de alguna clienta en un efímero y placentero suspiro de lascivia. Sólo unos pocos eran los elegidos para romper la rutina del puerta a puerta, del rechazo en rechazo, para encontrar una respuesta de calor y pasión a una indecente e inocente proposición. Ahora Juan era uno de ellos.

Sus movimientos rápidos e inconexos, tratando de ajustarse la camisa a la vez que los zapatos, eran observados con diversión por su efímera, y ya extinta, amante, la cual yacía desnuda sobre la cama. Sus carnes caían onduladas por todo su cuerpo rosado, mostrando la salvaje naturaleza de una señora de las que se dice de bien, de las que aguardan las distancias con pudor y se distinguen por el saber estar en sociedad. Pero, de las que muerden y aúllan en distancias sólo salvables por la piel. Ya vestido e incorporado, Juan se acercaba con sigilo al borde del lecho para despedirse definitivamente, cuando ésta instintivamente saltó poseída.
–¡Es el ascensor!– bramó alertada por el traqueteo del motor–. Mi marido está a punto de llegar. Sal corriendo y entretenlo con alguna paparruchada mientras me visto.


El rostro de Juan se tornó súbitamente pálido y con un sonido entrecortado salió disparado del dormitorio en busca de la puerta. Nada más salir de la casa, su corazón se paralizó ante el señor que salía del ascensor. Su aspecto era imponente, formal, en contraposición a su alegre semblante.
–Buenos días– dijo mostrando una sonrisa reparadora.
–Buenos días– contestó apresurado Juan–. Esto… ¿por un casual no le gustaría adquirir una enciclopedia Larousse? Puede pagar a cómodos plazos y le regalaríamos una colección completa de videos acerca de la reproducción de mamíferos, aves y peces, además de un televisor que lleva incorporado un sistema de lectura de videos.
–Una oferta tentadora, no se crea. Pero no, gracias– volvió a sonreír gentilmente el señor–. Por cierto, disculpe la indiscreción, pero debería usted probar a vender esas enciclopedias con la bragueta cerrada.
–Perdóneme, ha sido un descuido– asintió más avergonzado Juan.
–Que pase usted un buen día.

Aquella sonrisa y aquella amabilidad sincera le ardían en la boca del estómago  hasta tal punto de asfixiarle. “Para una vez que pesco, me cortan la caña”, pensaba. Intentaba imaginar cual habría sido la escena posterior a su huida, si el hombre habría sospechado de aquel vendedor nervioso con la cremallera bajada, o si la señora se habría derrumbado al ver de nuevo a su marido. Estaba convencido de que lo había arruinado todo, de que aquella pareja respetable sería la comidilla de un sinfín de tertulias de la alta esfera. Ella sería despreciada y marginada por su condición de adúltera, y él perdería amistades, posición o incluso el trabajo por su condición de cornudo. En cambio, Juan seguiría rondando portales, amas de casa desprotegidas ante sus encantos, con una alta probabilidad de caer rendido ante oscuros encantos y beber de los rincones prohibidos, desmoronando así más vidas felices. No podía vivir con ese lastre mucho más.

–Padre, le confieso que he tenido relaciones con una mujer casada y que esta situación ha sido fruto de una estratagema planificada durante muchos años de deseo carnal ante toda clienta.
–¡Oh, Dios mío! Has sucumbido ante uno de los pecados más terribles que existen, Juan, el adulterio. ¿Te puedes hacer cargo de lo que eso significa? – preguntó el cura con un aire vengativo.
–Sí, Padre. Soy el culpable de la destrucción de aquella familia distinguida. La señora será desterrada de aquel lujoso palacio, viéndose obligada a practicar la mendicidad, o acogerse a oficios de moral laxa, como María Magdalena. ¡Qué desgracia! Y él, el señor perderá su trabajo y no tendrá más remedio que vivir en cajeros o suicidarse, y todo por mi culpa.
–No seas exagerado Juan. Olvida lo que hiciste y piensa en cómo redimir tu sacrilegio para con Dios.
–Padre, rezaré todos los días los padrenuestros que hagan falta, seré el primero en misa e incluso me puedo convertir en monaguillo, en sacerdote, en obispo o en el mismísimo Papa de Roma si hiciera falta– prometió con voz épica Juan.
–No hace falta llegar a esos estribos. Pero date cuenta que no sólo has ofendido a Dios, sino que has ofendido a los santos, a los ángeles, a los arcángeles, a los profetas, a las vírgenes y hasta el Niño Jesús. Hasta en el infierno dan cuenta de tu desdicha, Juan. Tendrás que esforzarte algo más… –estipula con astucia el párroco.
–Es cierto, Padre. Haré una generosa aportación para las arcas de la Iglesia.
–Muy bien hijo. Cristianos como tú de buen corazón y compromiso ferviente es lo que necesita esta parroquia. Dios te absuelve de todos tus pecados.

A pesar de haberse reconciliado con Dios y, tal vez, con su alma, Juan no dejaba de pensar en aquella pareja rota. Tenía la necesidad de intermediar entre ambas partes, de ser el que curase las heridas, de sostener la ira, la indefensión, la rabia, la decepción, la angustia de ambos, pero a la vez de ser partícipe del perdón, del amor y la calma que reconcilie a los señores. Descartó por razones obvias el acercarse a la señora, pudiendo agravar más si cabe el entuerto. Tras mucho meditar, un rayo de luz clara, una bocanada de aire fresco, se adentró en su cuerpo. Enseguida buscó unos zapatos brillantes y sus mejores galas para salir a la calle.

Una floristería con esencias a naturaleza viva y color de esperanza eterna, fue la primera parada. Una docena de rosas de un rojo intenso y perfume embriagador daban cuenta de la firme voluntad de Juan. Más tarde, encargó a la pastelería más exquisita de la ciudad los bombones más dulces y la envoltura más delicada que un paladar y un tacto hubieran rozado. Su pesar había desaparecido casi tan rápido como los pocos ahorros que le quedaban, limpiando así sus remordimientos a la par que la ilusión de poder salir de la ciudad en vacaciones.

A la entrada de aquel lujoso portal, aguardaba Juan vestido de rigurosa etiqueta, sosteniendo en las manos los pasteles y las flores. Se mostraba seguro, confiado de que volvería a dar aire aquel matrimonio que ahora se retorcía en el abismo. Prácticamente a la misma hora que en la anterior ocasión, apareció aquel señor imponente de radiante sonrisa. Juan se deslizó tranquilamente hacia él, mientras llamaba su atención agitando el ramo de flores.
–Perdone, ¿se acuerda de mí?– preguntó Juan.
–Claro que sí, amigo vendedor de enciclopedias. ¡Qué alegría verle por aquí! No hay quien le reconozca con ese traje tan elegante y además con la cremallera subida– contestó risueño el señor–. ¿Qué se le ofrece?
–Pues verá. Cómo le ha contado su mujer, el otro día mantuvimos relaciones extramatrimoniales…
–¿Perdón? ¿Cómo dice?– interrumpió el hombre sin perder la compostura.
–Verá fue todo un incidente, no fue premeditado, y no creo que hubiera amor, al menos por mi parte… El caso es que sé que usted lo está pasando mal y me había dicho ¿qué puedo hacer yo por usted? Creo, amigo, si me permite la confianza, que no debería darle tanta importancia a estos detalles. Su mujer le quiere, y al fin y al cabo, ¿qué importa lo demás? Por eso le he comprado estos detalles– comentaba Juan mientras le entregaba el ramo y los bombones–, compártalos con ella. Me he tomado la molestia de escribirle una carta. Ya verá como cuando la lea, amigo, todo vuelve a ser como antes.
–Le agradezco el detalle, buen hombre– confirmó el señor–. No hay duda que es usted un caballero y sabe tratar a las mujeres y a sus maridos. Muchas gracias– fundiéndose en un abrazo.

–Muchas gracias Miguel por las rosas y los bombones– le susurra la señora tendida en la cama medio desnuda.
–No hay de qué mi amor– le contesta mientras le tiende un beso en la mejilla el hombre imponente–. No te lo creerás, pero hoy he conocido a uno de tus amantes. No hay duda de que el tiempo no pasa por ti y cada vez los escoges más deficientes a los pobres. El de hoy me ha venido a pedir perdón y me ha dado las rosas y los bombones.
–¡Oh, qué romántico!– cuchichea mientras se retuerce bajo las sabanas–. ¿Y quién de todos era? ¿El ebanista? ¿El frutero? ¿El tendero?
–No, era el vendedor de enciclopedias…
–¡Shh, calla!– brama la señora poseída–. ¡Es el ascensor! Mi marido está a punto de volver, corre vístete, te tienes que ir.

Miguel, el señor imponente, cruza raudo el pasillo mientras acaba de abotonarse la camisa y ajustarse la corbata. Tras sentir en la espalda la puerta cerrar, encuentra a un hombre bajito, arrugado, con un aspecto cansado, bajar del ascensor.
–Buenos días– musita Miguel sin atreverse a mirarle.
–Buenos días– contesta amablemente el señor recién llegado–. ¿Ahora que me vas a vender? ¿Aquella maldita aspiradora? ¿Un descalcificador? ¿O aquel maldito alargador de penes? Sea lo que sea, no te queda ninguna vergüenza, ni a ti, ni a ninguno.



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Fuentes de Inspiración:

Todos Mirando - Barricada (canción).
El Misterio De La Cripta Embrujada - Eduardo Mendoza (obra).

El Laberinto De Las Aceitunas - Eduardo Mendoza (obra).

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