12 de junio de 2014

Cielos De Barro – Dulce Chacón

Sangre de un asesinato que emana desde el pasado para empapar al presente, hojas caducas que vuelan entre vientos de campiña bajo un cielo que respira la metralla del frente. Heridas que no pueden cicatrizar, abiertas por las diferencias entre clases y dilatadas por el odio entre ideas. Este es el cóctel que presenta Cielos De Barro, galardonado con el Premio Azorín del año 2000, una loable retrospectiva de la España rural anterior y posterior a la guerra civil, un relato trepidante de los que calan en las entrañas y perduran en la retina.


Su impronta personal en el estilo es superlativa, guiando al lector por un entramado desgarrador y, al mismo tiempo, bello. Dicha obra es la cuarta novela y, tristemente, la penúltima que escribiría Dulce Chacón, predecesora de La Voz Dormida, su obra más celebrada y una de las fundamentales dentro de la literatura contemporánea española. No es de extrañar la similitud que hay entre ambas, debido al trazo inconfundible, la ambientación y la escasa diferencia temporal entre ambas publicaciones. Es más, no es descabellado concebir a Cielos De Barro como un excelente preámbulo.

A grandes rasgos, el libro desgrana la historia de un triple asesinato en el seno de una familia señorial extremeña. Las relaciones con su servidumbre, compuesta por gente del pueblo, influirán decisivamente en el devenir de los hechos. El abanico de personajes es enorme. La obra está escrita mediante un enfoque narrativo múltiple, intercalando pasajes de novela clásica, centrada en el pasado, con soliloquios en el presente. Este planteamiento obliga a un mayor esfuerzo de compresión por parte del lector, quien debe enlazar ambas narraciones, al comienzo inconexas, pero paulatinamente hiladas de forma magistral.

Por un lado, están las conversaciones de Antonio, el alfarero, con el inspector que lleva el caso, presentadas como monólogos del primero. Dichos pasajes desmenuzan un sinfín de detalles fundamentales sobre cada uno de los personajes. Además de cronista de los sucesos, Antonio es el abuelo de Paco, uno de los principales acusados, lo cual hará que trate de interceder en su favor en la investigación. La narración del lugareño desata una lograda jerga rural, rica y bien medida, evocando a referencias como Miguel Delibes.

No ande con apuros, si para mañana tengo más. Desde que mi santa me dejó, soy yo el que prepara el puchero, con su miajina de todo. Mire, así lo aviaba ella, ¿lo ve? Se cuece lento y se tiene ahí todo el día, arrimado lo justo a la candela para que no se turre lo de abajo. Beba lo que haga menester, que cuando el frío arrecia, no hay brasero que valga”.

Por otro lado, la historia del alfarero se intercala con los hechos que tuvieron lugar en Los Negrales, el cortijo de los señores, en el pasado. Dichos episodios tienen lugar antes y después de la guerra civil, lo cual precipita ciertos hechos y agrava las diferencias entre familia y sirvientes. El rencor, la envidia, la lujuria, la religión o el chantaje son algunos de los ingredientes por los que discurren frenéticamente estas páginas. Los diálogos se convierten en uno de los pilares fundamentales de esta parte.

-Lo que nadie ha visto no ha sucedido. Tú no estabas en el frente del sur, ni Modesto tampoco.
-Modesto no estaba. Modesto habría defendido mi honra. Con su vida la habría defendido.
-Tú no has perdido tu honra, Isidora, porque nadie te ha visto perderla. Y no se te ocurra decirle nada a Modesto, a un hombre no le gusta llevarse a una mujer que ha servido ya de primer plato para otro.
-Mamá, qué cosas dices.
-Victoria, ve a buscar a Modesto a la cocina y dile que venga. ¿Tienes algo más que decirle a la señorita Victoria, Isidora? ¿Tienes algo que decirle sobre el señorito Leandro? Contesta, que parece que te has quedado muda.
-¿Es que le dijo algo para mí, mamá?
-No, hija. Isidora vio a Leandro, pero no debes decírselo a nadie, ni siquiera a sus padres, porque él no la vio a ella. Y ella debe olvidar a quién vio allí. Porque Isidora no ha estado en el frente del sur, ni Modesto tampoco, y en ello les va la vida a los dos. Isidora no pudo ver a Leandro. ¿Verdad, Isidora? ¿Viste al señorito Leandro?
Doña Carmen retiró una bandeja de plata expuesta sobre un sillón tapizado en verde, y ocupó el asiento.
-Isidora, dile a mi hija si viste al señorito Leandro.
-Él no me vio.
-Te he preguntado si tú lo viste a él.
Cuando Isidora contestó, bajó la mirada.
-A nadie vi.

La caracterización de los personajes es otra de las bondades de Cielos De Barro, la cual responde a planteamientos estamentales, pero resulta profunda, creíble y sólida, lo que crea una cercanía y una empatía para con ellos que da a la trama un extra de vigor. El carácter afable y natural de Antonio regala citas para el recuerdo.

La Catalina decía que lo peor de perder a una madre es perder sus brazos. Que los brazos de las madres se han hecho para acunar a los chicos y abrazar a los grandes. Y que por eso mi nieto es como es, porque su madre nunca lo abrazó.


Leer Cielos De Barro, por tanto, supone un ejercicio de placer y dolor. Placer por la maestría de la obra, por esa conjugación de narrativa pulida, lenguaje campestre y licencias preciosistas. Dolor al pensar en las obras que Dulce Chacón dejó sin escribir. Imprescindible.





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Ficha Técnica:
Título: Cielos De Barro.
Autor: Dulce Chacón.
Páginas: 304.
Editado por: Planeta.
Año de publicación: 2000
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