Nada
más introducirme en la cápsula, reconocí la preciosa melodía que sonaba por los
altavoces. Era nuestra canción, la que tantas veces habíamos cantado mirándonos
a los ojos. Su pausada rítmica me transportaba a ella, mi amada. Un aroma a
rosas frescas, combinado sutilmente con hipnóticos, inundó el habitáculo. En
pocos instantes los somníferos hicieron su efecto y volé a ras de un sueño. Allí
estaba ella, sonriéndome como un ángel, invitándome a acariciar sus delicadas
manos, a embriagarme de su divina esencia. Rozaba su fina cara con delicadeza y
en mí brotaba un sentimiento de ternura y felicidad. Nos miramos
apasionadamente y sentí el calor recorrer mi cuerpo. Asintió para indicar que
por fin podía. Yo era el hombre de su vida, el primero y el único que podría tomarla,
confesó. Se posó sobre mí y me susurró hazme
tuya, mientras su presencia se difuminaba entre mis brazos.
Tras un viaje de cuatrocientos kilómetros en poco más de cuarenta
y un segundos, abrí los ojos aturdido. Previsiblemente por la incomodidad de
los asientos de la clase subinfraeconomy,
tenía el cuerpo completamente dormido de cintura para abajo, salvo la
entrepierna, donde se vislumbraba una potente y fallida erección. Un par de
operarios de la estación se presentaron entre gritos y abrieron las puertas de
la cápsula. Mientras uno de ellos, desconocedor absoluto de la palabra higiene,
me desabrochaba los cinturones que inmovilizaban todo mi cuerpo; el otro, catedrático
de la melopea, se afanaba torpemente en suministrarme por vía todo tipo de
estimulantes que me hicieron espabilar de golpe.
–Toma pringao,
aquí tienes el servicio de catering que has contratado –explicó uno, sacando de
uno de los bolsillos de su mono azul un par de píldoras blancas–. Menuda
suerte, una de bocadillo de jamón de bellota y la otra de tortilla de setas –dijo
mostrando los dudosos manjares sobre sus manos tiznadas de grasa.
–Gracias, caballero –contesté estrujando hasta destruir las
pastillas–. Disculpen, ¿serían tan amables de indicarme dónde puedo reclamar el
importe de mi billete por el retraso? Hemos llegado con dos segundos de demora
según el horario previsto.
–¡No me cuentes tu vida, chaval! Aquí tiene la guita –me
dijo el otro, acercando un cheque por valor correspondiente a tres viajes en red
capsular–. Si quieres pillar, aquí mi colega y yo proveemos cosa fina. Te va a
hacer falta chaval, que esto es la capi
y aquí se va muy fuerte.
Desde que el nuevo gobierno noocrático-militar había
nacionalizado la red de transporte, salvo aislados retrasos y una atención
mejorable, el servicio funcionaba a la perfección y generaba, además,
astronómicos beneficios. Muchos tertulianos de televisión, considerados semidioses,
remarcaban la eliminación de burocracia y la contratación de personal de ínfima
cualificación claves de su éxito. Otros, en cambio, alababan la importancia de
la fusión del Servicio Nacional de Transporte con el Suministro Interprovincial
de Estupefacientes y Derivados. Era indiscutible que las dos administraciones
habían salido beneficiados del acuerdo, ya que se complementaban a la
perfección en la búsqueda de su principal objetivo: viajar a toda pastilla.
Me sumergí entre la marabunta de la estación en busca de mi
amada, Susana. El aspecto de la terminal distaba mucho del esplendor esperado
para tratarse de la capital del MegaEstado. Las tiendas permanecían cerradas,
los tableros informativos apagados, el suelo estaba lleno de desperdicios y de
los lavabos rezumaba una materia fecal impregnada de muerte. Aun así, la gente
no parecía inmutarse lo más mínimo. Tímidamente, traté de preguntar dónde se
situaba el apeadero de las cápsulas que provenían de Villatocino, la metrópoli natal
de Susana, pero nadie me hizo caso. Todos andaban de un lado para otro,
deprisa, sin interactuar con nadie, sin expresión en la cara, con su
correspondiente mp27 o iamphone conectado a la salida USB de su cuello. Reconozco que recargar
cualquier aparato electrónico con tan sólo medio litro de sangre y diez mil
neuronas al día era bastante cómodo, pero yo empezaba a sentirme algo fuera de esa
modernidad.
Sumido en la confusión, una fragancia sublime me deslumbró.
Era el inconfundible olor de chorizo de Cuececulebras, la metrópoli vecina a
Villatocino. Una señora de avanzada edad salía de los apeaderos cargada de
grageas con sabor a chorizo de Cuececulebras. La abordé y tras soportar
estoicamente lecciones magistrales sobre la elaboración, envasado, transporte y
suministro de dicho producto, me confirmó que las cápsulas provenientes de
Villatocino habían llegado ya, pero que en ellas no había visto a ninguna joven
que pudiera encajar con el perfil de Susana. Según la anciana, sólo había visto
allí a las arpías y chochas representantes de los suspiros indigestos de longaniza
de Villatocino, su feroz competencia. Después de una nueva colección de disertaciones
soberbias sobre lo adulterado y dañino que eran éstos, me despedí de la amable
señora. Sin duda, era admirable el amor de aquellas ancianas por su oficio,
pero, quizá, eso de hacer trabajar al personal hasta su lecho de muerte se
debía replantear. Recuerdo, de niño, a mi tatarabuela contar que la suya
disfrutó de unas vacaciones llamadas jubilación
a la tierna edad de noventa años, en plena flor de la vida. Está bien eso de
tener derechos, ¡pero tampoco hay que pasarse!
Como no sabía a qué hora llegaría la próxima remesa de
cápsulas desde Villatocino, busqué un hueco en el que sentarme. Por mi amada,
hubiese esperado toda la vida si hiciese falta. Mentalmente repasé el plan que
nos aguardaba en la capital, el cual estaba monopolizado por la celebración del
Día Mundial del Amor Romántico, que en el año 2344 se celebraba por primera vez
en nuestro humilde MegaEstado. Dicha festividad se remonta a dos siglos atrás,
cuando el amor libre era un modelo tiránico, discriminando sin impunidad las
relaciones herméticas entre dos personas. Aunque hoy en día sigue causando
recelo, ser monógamo en aquella época era una condena al ostracismo social que
contaba con el beneplácito del gobierno. Por ese motivo, cientos de parejas
decidieron rebelarse contra la autoridad polígama en la ciudad de Old New York,
perteneciente al MegaEstado de Rusiamércia, para reclamar los derechos de la
comunidad monógama, así como la equiparación con el resto de opciones sexuales.
Rememorando el espíritu de aquellos luchadores, cada año reivindicamos nuestra
condición como mejor sabemos hacerlo: manifestando nuestro puro y romántico
amor.
De hecho, mi convicción monógama era incluso más firme dada
mi trayectoria juvenil, en la que fui una oveja más descarriada y embriagada de
libertinaje. Siempre funcionaba de la misma forma: llegaba a un bar, tomaba una
copa y a los diez minutos yacía con una o diez mujeres a la vez; o con tres
hombres, un chimpancé y un par de yeguas. Era un simple acto mecánico, meter,
sacar y eyacular. A veces no llegaba a conocer los nombres, edades, razas o
linaje de mis compañeros de correrías. No había opción de entablar mayor nexo o
cultivar un sentimiento, y en mí se desarrolló un frío que poco a poco me
consumía. Todo hasta que la conocí a ella, por casualidad, sin esperar nada
más. Susana había sido educada con rigidez en valores tradicionales, comúnmente
conocidos como medievales. De hecho, tenía padre y madre –algo
extraordinariamente excepcional–, los cuales se amaban y practicaban el amor
romántico. Aquel fervor me contagió hasta calar bajo los huesos. Sus hermosas
curvas y sus espectaculares pechos también influían, claro, pero en ella no
veía un hermoso cuerpo o un dulce rostro, sino la prolongación de mi ser, mi
principio y mi final.
Pasaron tres horas más y por la estación solo hubo rastro de
representantes de comprimidos de blanquillo de Villatocino, esencias de
butifarra de Cuececulebras, píldoras de morcón de Hocico Real y fragancias de
chistorra de Venta El Gordo, además del redil de operarios y sus trapicheos.
Los dispositivos de localización de Susana aparecían desconectados. Incluso
había probado a tocar al timbre de su casa mediante telequinesis, pero el
dispositivo debía estar estropeado puesto que lo único que conseguía era atrasar
sistemáticamente la hora un par de minutos haciendo interminable la espera. En
ese momento pensé que Susana podría estar esperándome en el nidito de amor que
habíamos reservado. Sin más dilación me dirigí al hotel, el cual nos había
preparado una habitación discreta y de tenue luz, situada en la planta vigésima
del subsuelo. Al menos la calefacción sería natural. Tampoco hubo rastro de
ella allí. Comprobé que nuestras dos camas estuvieran lo suficientemente
separadas para que la pasión no se interpusiera entre los designios de nuestro
amor casto y fui en busca de Carmen y Luís, infatigables compañeros de la
resistencia romántica.
Daba gusto verlos, se les iluminaban los ojos al hablar el
uno del otro, sus sonrisas brillaban al mirarse y su concepto de amor era tan
puro como intenso. Luís fue compañero mío de presubgrado post-universitario –etapa esencial de sobreformación superflua–,
y también gozó de una reconversión similar a la mía. Carmen era íntima conocida
de Susana, cercana al grado de amiga. A diferencia de nosotros, ellos ya habían
dado el paso de formalizar su relación y convivir juntos. De esta forma, según
los dogmas románticos, tenían la potestad de fornicar como si el mundo
estuviera a punto de explotar. Me moría de envidia al contarme lo felices que
eran sin tener que despegarse el uno del otro ni para ir al excusado, cómo a
ella le fascinaba emborracharse viendo interminables maratones deportivos junto
a él o lo que él disfrutaba ayudándola a probarse vestidos y zapatos que jamás
compraría.
En aquel momento, llegó un vídeomensaje de Susana. En él se
veía a Susana con la cara tapada, acostada sobre una cama mientras un par de operarios
de la red capsular, enfundados con sus monos azules, le trabajaban el cuerpo con
caricias y lametones subidos de tono. Susana explicaba que sin querer había
cometido un desliz en la estación, luego otro y después alguno más hasta perder
la noción del tiempo. Entre gemidos, añadió lo equivocada que había sido
apoyando las tesis del amor romántico, que ella ahora estaba muy abierta a
otras posturas. Concluía, muy honrada, que no era por mí, que yo era un sol,
pero que no podía continuar esta relación. Se despidió regalándonos un sentido orgasmo
que hizo retumbar las paredes.
Desconocía lo complicado que era afrontar el desenlace de una
relación, tan hermosa y sincera en su comienzo y tan dolorosa en el final como
ésta. Por suerte, contaba con el apoyo de Carmen y Luis, quienes, ante el
primer indicio de gimoteo, no dudaron en administrarme un sinfín de somníferos
y antidepresivos que dieron con mi cuerpo en el suelo. Cuando desperté, a la
mañana siguiente, pude comprobar el extenso y pasional amor que se tenía la
pareja. Allí estaban, retozando con gozo. Intuí que aquello sería el polvo de
buenos días, de cuya existencia había oído algo y del cual siempre creí que
podría disfrutar algún día con mi extinta amada. Así pues, fingí que seguía durmiendo
en el suelo, cual mascota, hasta que finalizasen. Pasadas diez horas, carraspeé
levemente y luego comencé a hacerlo descaradamente, pero no se dieron por
aludidos. Repasados el Kama Sutra, el Koka Shastra y el Ananga Ranga versión
manga, opté por levantarme y probar a unirme. Mi inocente propuesta fue
respondida por una sacudida violenta por parte de Carmen, siendo yo acusado de
desviado y traidor a la causa. Los contuve argumentando que aún estaba afectado
y aturdido por la desafortunada ruptura y juntos fuimos a desayunar obviando el
lance.
–¿A qué hora parte tu cápsula? –preguntó Carmen, saboreando unas
lágrimas de concentrado de pomelo light.
–¿Partir? –contesté extrañado.
–Sí, debes reposar el luto de un abandono en la más estricta
soledad –comentó Luis, degustando sus proteínas de insecto ecológicas–. No
sería bueno que te dejaras ver en los festejos.
–Éste es un acontecimiento histórico. Decidme, ¿cuándo
volveré a tener la oportunidad de celebrar el Día Mundial del Amor Romántico?
–pregunté desafiante–. Yo creo fielmente en el mensaje de amor verdadero y como
tal me voy a manifestar.
–Nadie puede demostrar amor romántico sin tener pareja, es
metafísicamente imposible –gritó exaltada Carmen–. También he oído que puede
haber comecorazones. Estarías en serio peligro de...
–¿Comecorazones? ¡Eso es un cuento! –interrumpí de forma
violenta–. Sus últimas apariciones datan de la Revuelta del Caramelo, hace más
de un siglo, donde fueron brutalmente exterminados. Además, las fuerzas armadas
megaestatales acabarían con el
comecorazones más terrible en cuestión de segundos.
De esta forma, decidí ir a los actos solo. No necesitaba a
Carmen ni a Luís, tampoco a Susana. Empuñé mi pancarta de “La promiscuidad es enfermedad, la monogamia es sabia” y caminé orgulloso
de mi coraje. A mi alrededor multitud de parejas paseaban de la mano, se hacían
carantoñas, sonreían y se besaban una y otra vez. Las había de todas las
edades, razas y condiciones sexuales, con el denominador común de estar pegadas
con una cola de contacto que no les permitía distanciarse más de unos
milímetros. Parecía que fuera de su minúsculo entorno no concibieran más mundo.
Estaba rodeado de millones de personas y a la vez completamente solo. Para
colmo, nuestra canción atronaba por megafonía, haciéndome temblar y sudar. Ese
olor, a soledad, debió delatarme puesto que levanté las miradas y susurros de
varias parejas a mi alrededor. Resignado, y completamente bañado en sudor, decidí
huir y refugiarme en las calles, pero para entonces era ya muy tarde.
Una muchedumbre que marchaba a paso firme me perseguía por
la espalda. Vestían camisetas con corazones estampados y frases del tipo Nadie es perfecto, hasta que te enamoras de
él o Felicidad se escribe: estar a tu
lado. También sostenían con fuerza la mano de sus respectivas parejas y de sus
ojos irradiaba un amor cegador. Como me había advertido Carmen, eran sin duda comecorazones.
Los comecorazones era la facción más radical de los activistas del amor
romántico. Se definían como fanáticos de Romeo
y Julieta y herederos naturales de Los
Amantes de Teruel. Su fin era el de proclamar su mensaje por cualquier
medio. Se decía que identificaban la soltería como un símbolo de poligamia
enmascarada y que se dedicaban a la caza de solteros para arrancarles el
corazón, privándoles no sólo de la capacidad de amar, sino de sentir. Sus
víctimas acababan sus días como auténticos zombis vivientes. En teoría habían
sido erradicados, sin embargo, se rumoreaba una posible reorganización y que
recababan fondos a través del contrabando de flores, bombones y ositos de
peluche.
Eché a correr, pero no conseguí distanciarlos. Su condición
de amantes del eterno paseo romántico les otorgaba un tono físico
indestructible. Entonces, vislumbré un distribuidor de espirituosos y
narcóticos abierto y entré en él como una exhalación. La taberna-dispensario estaba
repleta de individuos sin emparejar, a los que sin conocer había condenado.
Subí a la segunda planta del local y contemplé con estupor cómo los
comecorazones arrancaban uno a uno los corazones solitarios. Su sed de venganza
era insaciable. Sorprendentemente, en aquellos solteros no se apreciaba mayor
diferencia en su mirada y ánimo. Quizá no fuera tan distinto vivir sin corazón,
quizá ya lo hubiéramos perdido a cambio de una vida sin tabúes y placeres de
fácil y rápido acceso. Vivir sin sentir no tendría por qué ser un drama, pensé
tratándome de consolarme y asumiendo mi destino.
Al mismo tiempo que los comecorazones subían por las
escalas, un olor familiar me fascinó. Era la fragancia paradisiaca que
desprendía el chorizo de Cuececulebras y su anciana representante. La miré
fijamente a sus agrietados ojos y sin vacilar, con dulzura, fundí mi boca con
la suya, degustando el salvaje regusto a pimentón abrasador. La turba romántica
se detuvo expectante ante aquella escena de amor espontáneo. La intransigente y
congruente moral de los comecorazones podía aprobar la unión entre una anciana
y un joven, pero jamás que en alguno de éstos hubiera un resquicio de interés o
falsedad. De este modo, crecido ante el devenir de los acontecimientos, redoblé
mi apuesta en busca de su beneplácito absoluto.
–Cariño mío, ¿me harías el hombre más feliz del mundo
casándote conmigo? –le pregunté hincando la rodilla en el suelo, mostrándole el
anillo que tenía pensado para pedirle la mano a Susana.
–Claro que sí. He esperado este momento durante más de un
siglo y medio –contestó mi flamante prometida, con la emoción a flor de piel.
María, que así se llamaba, encarnaba el vivo retrato de toda
una generación que había probado miles de hombres y mujeres diferentes, que había
exprimido la libertad de ser eternamente independientes, que había criado a sus
hijos con total autonomía, pero que, como todas, añoraba a un príncipe o una
princesa con el que envejecer, discutir acerca de banalidades y ver
reposiciones de películas clásicas. Todos los comecorazones sollozaban ante
aquella tierna escena y se disculparon por haberme confundido con un zafio soltero
cuando, según ellos, podría ser el profeta del movimiento que durante tanto
tiempo habían esperado.
Debió ser por la emoción de los preparativos de la boda o
porque sus arterias dijeron basta a tanta concentración de sucedáneos de grasa
porcina, pero la inagotable María murió poco antes de celebrar la ceremonia. Me
confesó que aunque sabía que yo lo hacía por gratitud, había hecho vivir por
primera vez a su corazón y hacerle a ella disfrutar de un placer, el amor, que
pensó era cosa de cuentos. En herencia me dejó la responsabilidad de mantener a
las grageas de chorizo de Cuececulebras como primer complemento alimenticio
ibérico universal, ultrajar sobre la calidad de los suspiros de longaniza de Villatocino
y un consejo que jamás olvidaré: Amar, a
una, a uno, o a miles a la vez; por un momento o para toda la vida, pero amar.
Relato Presentado al I Concurso Oficial de Humor de Abretelibro.
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