Aunque
intuido y, tal vez necesario, el Apocalipsis me pilló desprevenido. No me
asombraron los montones de cadáveres apilados sobre el suelo, las llamas que
arrasaban los edificios y el mobiliario urbano, ni el insoportable hedor a
azufre que desprendían las calles. Lo verdaderamente desconcertante era
comprobar cómo el mal se había perpetuado tras la hecatombe.
Puentes, museos y auditorios de diseños estrafalarios y discutibles
justificaciones, que en el pasado se resquebrajaban, ahora se levantaban
desafiantes. Los restos de vida superviviente, una legión infinita de
cucarachas, guardianes de la fe, directores de eléctricas y petroleras,
campechanos cazadores de elefantes y mangantes de traje y corbata, rendían
pleitesía a su adalid, la extinta alcaldesa de la ciudad. Apoltronada a un vetusto
sillón que desafiaba las leyes de la mecánica, la señora de cabello bañado en
laca e innato collar de perlas rabiaba de felicidad. No sólo disfrutaba de su
conocida afición al calor, sino que había convertido su sueño en realidad:
convertirse en Lucifer.
Presentado para Tomo y Lomo de Carne Cruda.
Relato no diferente a cualquier guerra actual. Enhorabuena por el relato
ResponderEliminarBuenas Juan,
Eliminargracias por tu interesante aportación. Supongo que en las guerras también existen ese tipo de personajes que miran orgullosos la tierra quemada.
Mil gracias por acercarte por aquí!